Red
Tide
El mar aterra. Frente a
él el mundo se paraliza. En las noches ruge con fuerza. Se revuelve en su piel
como si el espacio que tiene fuera tan pequeño, que necesitara salirse de de sí
mismo y engullir al mundo alrededor. En el fondo, sobre los huesos que cubren
sus olas, existe la más grande fauna de ciegos. Peces que viven del frío y la
penumbra, que nacen sin saber donde están y que mueren sin ser vistos por los
otros.
Una sensación cotidiana;
el aroma seco y con salitre enervó sus
ojos. La respiración se detuvo en su pecho, los músculos se paralizaron por
completo durante unos segundos. El polvo blanco entró por su nariz, se mezcló con su mucosa,
llegó al cerebro y colapsó sus nervios; de pronto todo parecía correr más
rápido.
El calor húmedo y la
brisa marina hacían que la ropa de Helena se pegara a la piel mientras retozaba en la
alfombra de la habitación. El miedo a ser escuchada por alguien a través de las
paredes permanecía en la raíz de sus uñas mordidas. Esa emoción le gustaba a
pesar de todo; disfrutaba de los sonidos aumentados mil veces. Las alas de los
mosquitos que creía escuchar cuando se encontraba en ese estado y sus ojos más
abiertos que de costumbre, perdidos en algún punto dentro de su cabeza que
creía ver en el mundo exterior; parecían la culminación perfecta del éxtasis.
Además de los peces
ciegos, aparecieron con el mar hace miles de años, los Hemothalasos, que no son
animales, pues tienen clorofila en sus cuerpos, pero que tampoco son vegetales
ya que tienen movilidad autosuficiente. Sus vapores suben desde
las entrañas de la tierra para explotar en la superficie cuando el mar se
mueve. Levantan un aire luminiscente que se puede mirar sólo de noche y el océano cambia de color…
Helena se levantó del piso, agitó sus
piernas y caminó hacia la puerta. Había ruido por todas partes, le taladraba
los oídos, estaba dispuesta a acabar con él. Pasó junto a la cama donde Camila
dormía con una almohada encima de su cabeza y al final se halló caminando hacia
afuera por el pasillo del hotel.
Los ojos de Camila se movían en círculo
debajo de los párpados.
La primera vez que fueron juntas al mar, Camila estaba impaciente, esperaba que el auto se
detuviera. Lo escuchaba. Sentía el calor que lo anunciaba y el aroma
característico, o así lo imaginaba, a humedad mezclada con sal entrando por su nariz. Tenía cuatro
años y corrió desde la autopista hasta el borde de la costa. Vio el
rompeolas. La emoción erizó los vellos
de sus brazos. Había conchas y piedras
por todas partes, lastimaban sus pies descalzos pero eso no impedía que siguiera
corriendo con la arena entre los dedos.
Después de unos minutos pudo mirar el borde
del mar. Vibraba de un lado a otro con calma amenazante. Cuando llegó a la
playa, una alfombra de espinas cubría la orilla. Cientos de peces muertos
con los ojos hacia el cielo transparente yacían sobre la arena. Un camino lleno
de escamas recordaba el vacío. El mar no era azul como lo imaginaba. Era rojo en toda la superficie,
como si un plástico lo hubiese cubierto de pronto y ningún pez hubiera sido avisado.
Murieron en una marea roja; un
día simplemente despertaron sin notar
que el agua que bebían era tóxica. Sus cuerpos comenzaron a moverse lentamente.
La respiración de los más afortunados se detuvo. Para otros la muerte tardó más
de unos minutos; su sistema nervioso dejó de funcionar, la actividad
de sus músculos paró por completo. Unos
chocando contra otros sin saber hacia dónde dirigirse. Como en una ceguera
colectiva causada en el mismo segundo. Después terminaron
tendidos en la arena junto a las piedras que arrojó el mar, como los peces del
fondo oceánico, que no saben en donde
están…
La puerta se escuchó en
ese momento, los ojos cafés de Camila se abrieron rápidamente acabando con la
imagen del mar rojo. El calor húmedo se aferró a sus ganas de responder el
llamado, como las plantas que flotan en la superficie del agua. La joven tenía ya veinticinco años, sentía
como si el sueño hubiera sido el más largo de su vida. Salió de la cama, notó el hueco de la alfombra donde Helena había estado. Siguió el sonido del mar hacia hacia la costa; miró el rompeolas; el mismo olor húmedo y salado entró por su
nariz. Camila imaginó que esa era la sensación de Helena con la cocaína; una
presión en el estómago que subía hasta la cabeza.
Llegó a la playa, corrió con sus botas puestas
sobre la arena que se hundía con cada paso que daba. Sus ojos no podían moverse del piso y comenzó
a llorar. El mar volvió a escupir cadáveres sobre la arena, paralizada vio a su hermana tumbada en la orilla, igual que
como la había visto horas antes, silenciosa, quieta, con los ojos transparentes
mirando al cielo. Esa fue la segunda vez que el mar se tragó sus ganas de
mirarlo.
Tarde Roja.
Guerrero, México
Maralejandra Hernández Trejo